4 lecturas sobre Aghanistán y el ¿ocaso? de Estados Unidos

Por Camilo Rivera

En esta nota se analizarán algunas conclusiones realizadas por los medios masivos de comunicación respecto de la retirada de Afganistán en el pasado agosto del presente año y sus implicaciones globales.

El efecto que tuvo este hecho histórico tuvo profundas repercusiones en toda la prensa mundial, generando una gran cantidad de material periodístico. A pesar de esta cobertura, muchas de las hipótesis detrás de estos artículos dejan lugar a interrogantes y cuestionamientos que se presentan a continuación.

1. La derrota militar

El 15 de agosto de 2021 un helicóptero planeaba sobre los techos de la embajada estadounidense en Kabul mientras la milicia islámica de los Talibanes cercaba la ciudad y avanzaba en sus suburbios. El personal diplomático estadounidense estaba siendo evacuado de emergencia porque el ejército regular afgano se desintegraba entre deserciones masivas y deficiencias logísticas. Los exiguos focos de resistencia por parte de sus Fuerzas Especiales no alcanzaban para detener el ímpetu de la milicia islámica. El ejército que Estados Unidos había preparado durante años a costa de una inversión de miles de millones de dólares se desmoronaba como castillo de naipes, tal como había sucedido en Iraq en 2014 con la victoria de los yihadistas del Estado Islámico.     

La imagen del helicóptero en la embajada de Kabul produjo una catástrofe propagandística para los norteamericanos, porque se asemejó llamativamente a la evacuación de la embajada en Saigón 1975 y con ello provocó numerosas comparaciones entre la retirada de Afganistán y el epílogo de la guerra de Vietnam.

Inmediatamente sobrevinieron varios artículos en los medios masivos de comunicación refiriéndose a la derrota estadounidense y a la debilidad de Estados Unidos en la arena internacional. Y en el ámbito doméstico emergieron sustanciales críticas a la decisión tomada por el gobierno de Biden.

Sin embargo, la pertinencia de la foto en la embajada en Kabul como símbolo de un nuevo desastre militar estadounidense es cuestionable. Desde un punto de vista estrictamente militar, la invasión norteamericana en Afganistán lejos se encuentra de ser una derrota. Al contrario, el número total de muertos estadounidenses fue de menos de 2500, durante los casi 20 años que duró la ocupación del país. Un promedio de 125 muertos por año, que para ponerlo en una dimensión comprensible basta con compararlos con las casi 5000 personas que mueren en accidentes de tránsito en Argentina por año. Esto significa que resultó 40 veces más peligroso viajar a Junín en auto que ser un soldado de infantería norteamericano en una base de operaciones en Kabul.

La superioridad táctica y estratégica de las fuerzas armadas estadounidenses resultó aplastante y forma parte de una tendencia en la que el desarrollo de nuevos sistemas de armas y tecnologías de reconocimiento e inteligencia permiten a las potencias militares ocupar un territorio hostil con una cantidad de bajas irrisoria. En Afganistán, así como en Iraq y en la Franja de Gaza, ejércitos altamente entrenados y con tecnología de punta invadieron territorio enemigo, con una población hostil y milicias que utilizaron ambientes favorables a sus tácticas de guerrilla y aun así triunfaron. Lo que treinta años antes hubiera sido una condena segura para cualquier ejército invasor, hoy parece un ejercicio de rutina para las fuerzas armadas más poderosas.

Esta tendencia contrasta con desastres militares como el ya mencionado en Vietnam, la retirada de Estados Unidos en Beirut en 1982, el fracaso soviético en Afganistán en 1992, la derrota del ejército ruso en la primera guerra chechena de 1994 o la victoria de Hezbolá en el Líbano en 2006. Al contrario, Afganistán es un caso de éxito militar que, lejos de representar la decadencia del imperialismo norteamericano, permite atestiguar el ominoso poder de la fuerza armada que hoy domina el mundo. Incluso en un terreno montañoso de pésima infraestructura, que obstaculiza el abastecimiento y la movilidad de una fuerza de ocupación masiva como la estadounidense, los talibanes sufrieron una desproporcionada cantidad de bajas cuando se enfrentaron directamente con los estadounidenses. Algunas victorias de los milicianos, como la ofensiva en el valle de Korengal fueron la excepción a una regla en la que los talibanes fueron perseguidos y decimados de manera inmisericorde por el aparato de contrainsurgencia desplegado por los invasores en colaboración con agentes locales y aliados regionales.

Varias operaciones de búsqueda y destrucción como la realizada en las montañas de Adi Ghar, plagadas de sistemas de cuevas en donde los talibanes podían refugiarse y emboscar a las fuerzas invasoras, terminaron sin víctimas estadounidenses y con centenas de enemigos muertos o capturados.  

En efecto, si los talibanes no fueron totalmente exterminados en Afganistán fue por voluntad misma de Estados Unidos. Fueron los estadounidenses los que salvaron del exterminio a los principales cuadros talibanes cuando estaban cercados por fuerzas enemigas en Kunduz en el 2001 y fue Estados Unidos el que permitió que Pakistán funcionara como un refugio para que los talibanes reconstituyeran sus fuerzas y reconquistaran el territorio perdido.

Esto no quita que la retirada de Afganistán no haya sido una catástrofe propagandística, tal como se encargó de remarcar todo el periodismo internacional, pero resulta menester entender que los motivos de esa retirada no fueron militares, no hubo derrota alguna que haya motivado el repliegue ordenado por Biden. Los estadounidenses se fueron porque quisieron, no porque el enemigo los forzara a irse.

2. El desastre estratégico

Más allá de lo estrictamente militar, varios medios de comunicación machacaron con la idea de que la retirada de Afganistán fue un desastre estratégico y que se trató de uno más de los de numerosos fracasos geopolíticos de la política exterior estadounidense de las últimas décadas, junto con Iraq, Libia y Siria.

Resulta contra intuitivo disputar estos análisis, más aún cuando en todos estos casos los resultados de la intervención estadounidense fueron la destrucción de infraestructura, la muerte de cientos de miles de no combatientes, el desplazamiento de la población nativa y la instalación o el refuerzo de regímenes más hostiles a los intereses norteamericanos, arrojados a los brazos de rivales regionales como Irán, Rusia o China.

También es necesario mencionar que detrás de todas estas intervenciones apareció Turquía como actor oportunista, siempre dispuesto a explotar el vacío de poder producido por los estadounidenses para impulsar su agenda neo-otomana en Siria, Iraq, Libia y, ahora también, en Afganistán y contribuir así a la prolongación de los conflictos y la inestabilidad del mundo.  

Sin embargo, entender los resultados de las intervenciones estadounidenses recientes como desastres estratégicos supone que Estados Unidos interviene motivado por la estabilidad regional, el progreso de la población afectada, la consolidación de regímenes más compatibles con sus ideales de democracia y libre comercio y la conducción del mundo hacía un período de paz y felicidad bajo el ala benefactora del águila yanqui.

Estas suposiciones tienen poca relación con la realidad y no concuerdan con los objetivos que llevaron a Estados Unidos a Afganistán. Estos se vinculan, en cambio, con el trauma producido por la caída de las Torres Gemelas, la doctrina de la Guerra contra el Terror y el mandato de impedir que vuelvan a ocurrir episodios similares en territorio estadounidense.

World Trade Center, 11 de septiembre de 2001

El shock que produjo el atentado contra las Torres Gemelas reformuló los objetivos estratégicos de la política exterior estadounidense y le dio máxima prioridad a la lucha contra organizaciones terroristas que pudieran tener a objetivos estadounidenses entre sus blancos. Tras la caída del World Trade Center, en sus consideraciones sobre los lineamientos de la Estrategia de Seguridad Nacional en el Consejo de Seguridad Nacional, el presidente George W. Bush afirmó que:

Defender nuestra nación contra sus enemigos es la tarea primordial del gobierno federal. Hoy esa tarea ha cambiado dramáticamente. En el pasado nuestros enemigos necesitaban ejércitos y grandes capacidades industriales para poner en peligro a Estados Unidos. Ahora, oscuras redes de individuos pueden producir enormes sufrimientos y caos en nuestro territorio por menos de lo que cuesta comprar un solo tanque de guerra.

Para derrotar esta amenaza deberemos utilizar cada herramienta en nuestro arsenal – poder militar, mejores defensas domésticas, inteligencia y vigorosos esfuerzos para recortar el financiamiento del terrorismo. La guerra contra terroristas de alcance internacional es una empresa global de duración indefinida. EEUU ayudará a las naciones que nos auxilien en el combate contra el terror. Y EEUU hará responsables a aquellas naciones cómplices del terror incluyendo a las que refugien terroristas – porque los aliados del terror son los enemigos de la civilización.”

Desde entonces, esos objetivos estratégicos pasaron a formar parte del sistema de toma de decisiones de los encargados de la política exterior estadounidense. No es que la Guerra contra el Terror haya obliterado otros objetivos previos o haya pasado a reformular el sistema internacional de alianzas estadounidense: la pervivencia de los regímenes en Arabia Saudita o Pakistán, altamente comprometidos en el sostenimiento de la misma organización terrorista que realizó el atentado así lo evidencia. Sin embargo, el impedir que se volviera a repetir un hecho como el de las Torres Gemelas se transformó en una razón de peso en el conjunto de motivaciones que impulsaron a las intervenciones estadounidenses en el exterior y resultó la principal razón detrás de la invasión a Afganistán, puesto que en ese país (así como en Pakistán) se refugiaban los líderes de Al Qaeda. 

3. Incapacidad para asegurar la Paz

En ese sentido, fueron varias las notas que señalaron la incapacidad para asegurar la construcción de un Estado afgano estable que asegurara la paz del país. Y cómo esa incapacidad favoreció el regreso de los Talibanes. Sin embargo, a la luz de los objetivos reales de Estados Unidos, la infausta debilidad del Estado afgano durante la ocupación no resulta prueba de la incapacidad estadounidense para construir un Estado que asegure la paz, sino que es consecuencia inevitable del éxito de su operación.

Para asegurar el objetivo primordial de evitar un nuevo atentado en territorio propio, Estados Unidos se hundió en una sistemática campaña de violaciones de los derechos humanos y operaciones encubiertas que convirtieron a Afganistán en una carnicería humana. Su estrategia de contraterrorismo instituyó un aparato de devastadora efectividad aplicado por la CIA en articulación con el Mando Conjunto de Operaciones Especiales de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos. Este aparato coordinó sus propias operaciones con las de las agencias de inteligencia de Afganistán y otros países para secuestrar, encarcelar, torturar y ejecutar sumariamente o hacer desaparecer a miles de afganos. Y a estas operaciones se le sumó una masiva campaña de bombardeo aéreo mediante drones que en numerosas ocasiones produjeron bajas de no combatientes.  

Comandos afganos entrenados por la OTAN en Turquía

Para construir esta ingente estructura de represión clandestina, Estados Unidos tuvo que aliarse a los señores de la guerra afganos que ya poseían estructuras y know how propio para la ejecución de estas operaciones constituir sus propios escuadrones de la muerte y financiar agencias locales para que se articularan con su estrategia antiterrorista.

De más está decir que ninguna de estas acciones funge como cemento para las bases de un Estado legítimo y, por lo tanto, estable y fuerte. En palabras del Dr. Antonio De LauriLas milicias que operan por fuera del control de un Estado central y de la cadena de mando de sus fuerzas armadas devastan el proceso de formación de un Estado y las posibilidades de una paz futura, tal como lo demuestra la experiencia de esta masiva operación internacional en Afganistán.

La continua fragmentación de facto del poder militar desde el 2001 fue una de las principales razones de la falta de progreso en los esfuerzos para reconstruir y fortalecer el Estado central afgano. Milicias financiadas en el extranjero han sido una histórica plaga para Afganistán desde los inicios de la era moderna hasta la actualidad. Protegidas de cualquier responsabilidad por poderosos patrones extranjeros y liberadas de la necesidad de apoyo local, pueden ejecutar una guerra sucia prolongada y clandestina, tal como lo demuestran los registros de la CIA y su accionar en Afganistán.”

De esta manera, lejos de representar el fracaso de la política estadounidense en Afganistán, la perenne debilidad del Estado afgano durante la ocupación norteamericana fue el síntoma más claro del éxito con el que se concretó el objetivo primordial que motivó la invasión. Todos los esfuerzos de construcción y fortalecimiento del Estado afgano que se ejecutaron en paralelo a la campaña de represión ilegal comandada por la CIA quedaron subsumidos a la meta principal anti terrorista que perseguían las fuerzas invasoras.

De esta manera, los miles de millones de dólares invertidos en fortalecer el Estado afgano cobran más sentido si se los interpreta como paliativos del desastroso impacto que tuvo la guerra sucia de la CIA en la población afgana más que como verdaderos esfuerzos para constituir un Estado legítimo.

Firma del acuerdo de paz entre EEUU y los talibanes, Doha 2020

Así también debe reinterpretarse la vuelta de los Talibanes al poder. Ésta se dio en el marco de un acuerdo con la milicia islámica bajo la condición de que nunca más se toleren en el país asiático grupos que planeen acciones contra territorio u objetivos estadounidenses.

Esta cláusula de no-protección fue la columna vertebral del acuerdo firmado en Doha en febrero del 2020 entre la milicia islámica y el gobierno de Estados Unidos encabezado en ese momento por el presidente Donald Trump. Y si bien pasó a condicionar las posibilidades del gobierno de Biden en la región, también fue el producto de una potencia que, reconociendo haber cumplido su misión, intentó negociar una retirada lo más ordenada posible.

Es en este contexto en el que cobran sentido las palabras de Biden en respuesta a las críticas por el vertiginoso derrumbe del Estado central afgano ante el avance talibán. El presidente simplemente replicó queNo fuimos a Afganistán a construir un Estado.”

En efecto, no lo hicieron, y el derrumbe del Estado central afgano no representó el fracaso de la política estadounidense en el país, sino más bien todo lo contrario.

4. El ocaso del imperialismo norteamericano

La retirada de Afganistán, como no podría ser de otra manera, también motivó varios artículos que trataban sobre el fin de la hegemonía norteamericana. Sin embargo, resulta indispensable reinterpretar el fin de la presencia norteamericana de Afganistán porque es igualmente necesario comprender de manera cabal el poder real de Estados Unidos en el mundo y no caer en análisis facilistas que auguran el inminente derrumbe del imperialismo estadounidense.

Ciertamente, el desastroso manejo de la retirada de Afganistán, junto con los resultados de las intervenciones norteamericanas recientes, sumado a tendencias macroeconómicas de largo plazo evidencian el inevitable declive del sistema unipolar del dominio estadounidense. Pero, a decir de J.M. Keynes, en el largo plazo todos estaremos muertos.

La capacidad productiva estadounidense esté siendo alcanzada por China, y el gigante asiático podría superarla en una década según las proyecciones más arriesgadas. Todo esto es un potente indicador de la tendencia al nacimiento de un nuevo orden multipolar, pero también del tiempo aproximado en el que ese nuevo orden terminaría de consolidarse.

Es preciso comprender que la capacidad productiva no es sinónimo directo de poder militar o de peso geoestratégico y como botón de muestra basta recordar que el PBI del Reino Unido fue sobrepasado por Alemania en 1870 y por Estados Unidos en 1890. Sin embargo, Inglaterra dejó de ser una superpotencia recién tras la Segunda Guerra Mundial y todavía pudo encarar invasiones de países de manera casi unilateral hasta 1956, con el fracaso de su intervención en Egipto.

La historia de la más reciente decadencia de una superpotencia capitalista evidencia un hiato de casi un siglo entre la pérdida de superioridad productiva y el fin de la supremacía geopolítica. Y si se quiere un ejemplo más contemporáneo, el PBI de Egipto era mayor al de Israel durante la guerra de los Seis Días. Sin embargo, este conflicto terminó en una inapelable y aplastante victoria de los hebreos no sólo contra Egipto, sino también contra las fuerzas combinadas de Jordania, Siria e Iraq.  

Más aún, si Estados Unidos ni siquiera va a dejar de ser la principal economía del mundo hasta dentro de diez años (como mínimo y si es que en algún momento sucede) es menester ser cautos al augurar el próximo fin de una hegemonía estadounidense que quizá no veamos efectivizada en lo que nos resta de vida.

Mal que le pese a Atilio Borón la retirada de Afganistán debe ser encuadrada en el marco de una potencia que ya no le veía sentido a su presencia en ese país y que consideraba más apropiado redirigir sus recursos hacia otros objetivos. En ese sentido, el fin de la operación en Afganistán no representa el ocaso, sino más bien el cambio de una etapa del imperialismo estadounidense, en donde la Guerra contra el Terror comienza a perder peso frente a la disputa geopolítica con China.     

En efecto, desde el 2012 la política exterior de Estados Unidos ha comenzado a reformularse, bajo la iniciativa del ex presidente Barack Obama y su estrategia del Pivote Asiático. Este cambio de objetivos le otorgó prioridad al tendido de una serie de alianzas bilaterales de seguridad, la expansión de la presencia militar, la participación en organismos multilaterales regionales y la expansión del intercambio comercial en la zona del indo-pacífico, en detrimento de las políticas dirigidas a Medio Oriente, Europa y Asia Central. 

Es por ello que, desde la presidencia de Obama, la presencia militar estadounidense en Afganistán no dejó de disminuir. La retirada final de Afganistán en el 2021 responde a esta reorientación de la política exterior estadounidense en la que Estados Unidos abandona una estrategia contrainsurgente de guerra de baja intensidad y vuelve a prepararse para librar una guerra convencional contra un Estado soberano, ante la posibilidad de un conflicto con China.

Caza de superioridad aérea furtivo F22 Raptor estadounidense

Esta reorientación geoestratégica tiene como consecuencias el desarrollo de nuevas tecnologías de aplicación militar, la incorporación de material de guerra convencional a las fuerzas armadas estadounidenses, la relocalización de recursos para responder al cambio de prioridades y la creación de alianzas internacionales para contener el desarrollo chino. En este sentido, no resulta casualidad que un mes después de retiradas las tropas de Afganistán, Estados Unidos anunciara la creación del AUKUS, una alianza estratégica militar con Australia y el Reino Unido para reforzar a Australia con submarinos nucleares y nuevas capacidades tecnológicas y de inteligencia artificial.

Resulta substancial, entonces, comprender la retirada de Afganistán dentro de un proceso en donde el enorme leviatán estadounidense encara un cambio en su política exterior, fruto de un largo período de reforma y orientación geoestratégica. Lejos de ser una señal del inminente ocaso del imperialismo norteamericano, la retirada de Afganistán representa el último acto de una política exterior orientada a los conflictos de baja intensidad y el inicio de una nueva era de hegemonía global estadounidense basada en la superioridad de sus capacidades de guerra convencionales.


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