El árbol y la cordillera

Por Rodrigo Holmberg

La altura tiene dos dimensiones políticas.

Está la altura de la montaña, la que detentan dioses y reyes, las instituciones legitimadas por la tradición y, a veces, los presidentes. Es aquella propia del poder soberano del que hablaba Foucault, que es ejercido por quienes son vistos por todos pero, al descender la mirada, no alcanzan a ver nada más que una indistinguible muchedumbre.

Pero también estála otra altura: es la del árbol, que corresponde a los viajeros y a los aventureros. Una altitud que permite divisar todo lo que lo rodea con meridiana claridad, pero desde el anonimato. Es la altura que nos permite ver el horizonte más lejano y el pasado más remoto, pero no nos aleja mucho de la tierra.

Chile ama su cordillera. Ese imponente muro de montañas que la distancia del resto de América Latina, y en particular de Argentina, es también una metáfora de la forma que los chilenos le dan a su pretendida grandeza, marcada por el ethos de ser el mejor alumno de la clase. Y para eso el país ha llegado a la conclusión de que es fundamental dotar al Estado de las instituciones más eficientes, entendiendo que todo lo que este no pueda manejar deberá pasar a manos del mercado. Se configuraron así superestructuras de lo más sofisticadas que erigieron a Chile por sobre el resto de países de la región. La macroeconomía es estable, la reducción de la pobreza es sostenida, el sistema de partidos es protoeuropeo y la vacunación es tan exitosa que impide aventuras terraplanistas. Así construye Chile la altura de su cordillera, mirando más hacia afuera que hacia adentro. Y ese status se configura también gracias al olvido. Olvidando que si el superávit fiscal cierra, lo hace gracias a la desigualdad. Olvidando que si los números de pobreza descienden, es solo mirando la planilla que mide ingresos. Olvidando que la mitad de su élite política es heredera y cómplice de la dictadura de Pinochet. Olvidando que buena parte de las vacunas adquiridas no poseían una efectividad elevada. Un país que construyó su altura demasiado rápido, tan solo treinta años. Un país apurado en su cordillera, que no se detuvo a ver el árbol.

La transición a la democracia en Chile tiene, muy a pesar de los teóricos de la ciencia política liberal, características más españolas que europeas . A pesar de su situación geográfica, de la pertenencia a la Unión Europea y el constante intento por congraciarse con la familia del viejo mundo, España tiene poco en común con Alemania o Francia. El régimen político emergente de la caída del franquismo tiene un indeleble lazo de sangre con la dictadura. El texto constitucional, el Partido Popular, el sistema electoral, la justicia, el capitalismo de amiguetes y mucho más está teñido por las estructuras que el Generalísimo dejó atadas y bien atadas. ¿Por qué hablar de España para hablar de Chile? Porque cuando ilustres analistas se emocionan al explicar lo magnánimo del modelo chileno gracias a sus reminiscencias europeas (que el resto de América Latina debería imitar), cabría puntualizar que el parecido tiende más hacia Torrente que hacia Konrad Adenauer. Buena parte del problema de pensar únicamente desde la montaña es que se pierde precisión. No se alcanza, desde ahí, a ver el océano de matices que el árbol sí permite vislumbrar. Ese error lo puede llevar a uno a decirle “europeo” a cosas bien distintas, y confundir al Caballero del Verde Gabán con Don Quijote.

Ahora bien, establecida la analogía de la primera oración del párrafo anterior, es preciso ilustrarla. Chile, al igual que España, ha tenido siempre fascinación por su joven democracia, e igual propensión a ignorar por completo las cicatrices de su nacimiento . Cicatrices nada minúsculas: su primer presidente, Patricio Alwyn, fue uno de los grandes promotores del golpe de Estado de 1973; la Constitución se gesta y aplica durante el gobierno de Pinochet, haciéndola compatible con una dictadura; casi toda la derecha política tiene alguna deuda con el período no democrático; entre otras cosas. Si bien es cierto que la vuelta al orden republicano fue producto en buena parte del empuje popular expresado en el referéndum de 1988, también es cierto que la salida del pinochetismo fue piloteada por el propio Pinochet; y las instituciones, prácticas, héroes y relatos de la democracia son también hijas e hijos de la dictadura.

No debe olvidarse nunca que debajo de la Moneda y de la Moncloa, de Alwyn y de Adolfo Suárez, debajo de las teorías de la transición pactada, de los cuentos de la abuela, de la modernización, de los señores de traje brindando, de los viejos actores y periodistas, debajo de todas esas montañas, hay sangre. Mucha sangre. Tanta que, eventualmente, toca con su espesor la cotidianidad de los ciudadanos. Al chileno le empieza a resultar imposible ir a la universidad, luego su abuelo no puede jubilarse y más tarde su madre muere esperando sin éxito el trasplante que necesita. Un par de años después su hermana es violada por un carabinero y, cuando el chileno intenta salvarla, otro paco apunta directo a su cara y le dispara. Sin un ojo, mira al este y ve las montañas sangrar. El orden cordillerano se volvió desorden. La bestia que vive debajo de las montañas, herida, improvisa sus últimos coletazos. Pero Bob Dylan tiene razón y los tiempos están cambiando. Un día, el país orgulloso de su cordillera, votó al hombre que se subió al árbol.

Semblante de un presidente joven

Cada tanto leemos que Los Simpsons predijeron algún suceso del presente muchos años antes de que ocurriese. Desde el atentado a las Torres Gemelas al triunfo de Donald Trump, son varios los internautas que señalan la capacidad predictiva de la familia amarilla de la cadena Fox. Pero por más efectividad que se les asigne, ningún capítulo de esa serie alcanzó la precisión quirúrgica con la que León Gieco describió al presidente electo de Chile Gabriel Boric, casi treinta años antes del triunfo de este último, en su mítico himno progresista Los Salieris de Charly. De aspecto afable, con una cara de bueno soñada por cualquier asesor de imagen, millennial en sus formas y centennial en sus gustos, alérgico a las corbatas, tatuado pero sin estridencias, de camisas e ideas claras y con una constante necesidad de ser auténtico; Boric resultó electo en 2021 y se convirtió en la esperanza de aquellos que deseaban ver a un presidente joven defendiendo la vida, enfrentando la muerte; la mía, la tuya, de un perro, de un gato, de un árbol, de toda la gente.

Gabriel Boric nació en el seno de una familia acomodada de Punta Arenas, capital de la región de Magallanes, bien al sur del país. Una vez egresado del British School, hizo lo que todo “chico bien” que no lo aparenta debía hacer para devolverle algo a la sociedad que lo privilegió: ir a la Universidad y militar en ella. Fue la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, el lugar en el que Boric comenzó su vertiginosa acumulación política.

Es sabido que la universidad es la mejor (o una de las mejores) escuela de militancia. No por nada, algunos de los más reputados líderes políticos de la historia argentina, latinoamericana y mundial tuvieron su paso por la lucha estudiantil superior. De Lenin a Kirchner, pasando por Fidel, estos personajes suelen caracterizarse por su tozudez, arrojo, dedicación y la impresión de que no están del todo en sus cabales. Cierto grado de locura, sabemos, es necesaria para gobernar un país, y nada mejor que exponerse a horas eternas entres las mismas paredes todos los días para preparar la psiquis en clave de estadista. El militante universitario aprende a conocerse como político, a convivir con los rivales (internos y externos), a leer la “sensación térmica” de su comunidad y a curtirse en la derrota y la victoria. Conoce a otros militantes que lo acompañarán en su carrera y articula redes de contactos duraderas. Pero sobre todas las cosas, el militante universitario verdaderamente comprometido termina por hacer de la grandeza la máxima que rige sus acciones. Desde una pasada por cursos hasta un discurso enardecido en defensa de la educación pública, el militante buscará siempre estar a la altura de semejantes gestas. Reside en él o ella la sensación imperturbable de ser mirado por la historia.

Boric, por supuesto, no es la excepción. Su dedicación lo hará decidir no continuar sus estudios en Derecho para convertirse en abogado, y se contentará con el humilde título de licenciado. En ese camino va a conocer y a hacerse amigo de tres estudiantes; uno de Ingeniería, otra de Geografía y otra de Medicina. El primero es Giorgio Jackson, cuya personalidad metódica y desconfiada contrastará con el lirismo de su amigo. La segunda es Camila Vallejo, una líder comunista a quien derrotará en las elecciones a la presidencia de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (Fech). Y la tercera es Izkia Siches, una independiente que alternaba sus estudios médicos con la protesta estudiantil. Hoy miembros de la mesa chica del nuevo presidente, los cuatro vivieron con intensidad el período más álgido de lucha estudiantil contra la privatización de la educación superior, que les permitió hacer conocidas sus caras en todo el país.

Convertido en referente nacional, Boric, dará su salto a las instituciones de la democracia liberal como diputado, y empezará a trazar un perfil verdaderamente novedoso. A pesar de su formación en la izquierda autonomista y libertaria, el joven magallánico oscilará entre un estilo confrontativo y regeneracional, y un enorme pragmatismo y sobriedad. La audacia y el cálculo, sabemos, no son otra cosa que las características del buen político. Boric empieza así, lentamente a abandonar la crítica al programa de Gotha, para abrazar la ética de la responsabilidad de Max Weber, un aliado invaluable en la búsqueda por transformar la realidad.

La impugnación al modelo neoliberal chileno tiene su cénit en 2019, con las revueltas populares que clamaban por el fin de los “treinta años” de herencia pinochetista plasmada en la Constitución de 1980 y que rigió impertérrita durante los años de la “ejemplar democracia”. Gabriel Boric -luciendo por ese entonces un corte de pelo mohawk que espantaría a cualquier moderado- no va a protagonizar estas revueltas. Ni él ni su camada de compañeros. Su rol va a limitarse a dinamizar en sede parlamentaria las demandas de los manifestantes; y firmará, en la que sería su primera traición a la izquierda dogmática, el acuerdo por una nueva constitución con toda la “casta” política.

Las manifestaciones populares de 2019 encontraron una canalización institucional formidable con el proceso constituyente. Ganaron las elecciones a la Convención redactora de la nueva carta magna y lograron hacer ingresar a la mesa donde se toman las decisiones a feministas, indígenas, pobres e incluso a Pikachu, entre otres. Resulta fascinante ver lo radicalmente plebeyo que se tornó la joya de la corona de la Escuela de Chicago, pero también es importante remarcar que los problemas con los que se topó la Convención a la hora de articular esas identidades, hablan de la falta de liderazgo y de canalización de toda esa inmensa acumulación política. Han llegado muy lejos, pero necesitan ir más lejos aún. La Constitución, llamada a ser la más progresista del mundo, debe funcionar y volver a ordenarle la vida a los chilenos y chilenas. En Chile, estos novedosos sujetos transformadores y populares no cuentan con un peronismo que logre ordenar sus voluntades. Lo harán de otra forma, quizá incluso más horizontal, o fracasarán.

Pero volviendo a Boric, el año 2021 lo va a encontrar pisando las teclas correctas. Convertido en candidato presidencial con apenas 35 años, los justos para ser presidente (se dice que el candidato, de haber tenido un año más de edad, hubiese sido Giorgio Jackson), triunfa en la interna de su frente político -Apruebo Dignidad- frente al histórico Partido Comunista y su candidato Daniel Jadue. Luego se presenta a la primera vuelta presidencial y obtiene el segundo lugar. A estas alturas, ya venció a la izquierda, a la centroizquierda y a la derecha tradicionales. Su contendiente en el ballotage acabó siendo la cara más auténtica del régimen pinochetista en democracia: José Antonio Kast.

Kast, un abogado abiertamente defensor de la dictadura del período 1973-1990 y opositor furibundo a la nueva constitución, es también un ultraderechista muy chileno. Lejos del estruendo italiano de Jair Bolsonaro; Kast es un hombre de formas moderadas, tranquilo, de sangre alemana (y padre nazi), que es mucho más un ángel caído de la élite política chilena que un outsider populista. Un fascista ilustrado con la tarea de salvar al neoliberalismo que, sin embargo, no pudo en su intento.

El 19 de diciembre de 2021, Gabriel Boric abrió las grandes alamedas y se convirtió en presidente de Chile.

Los dilemas

De un tiempo a esta parte viene dándose un movimiento interesante entre las corrientes de izquierda, progresistas y/o nacional populares. Algo así como la afirmación de que hay una serie de experiencias del pasado reciente y lejano que deben, necesariamente, impregnar la lectura sobre el presente y las prácticas políticas en sociedades cada vez más complejas -con intereses, demandas y sensibilidades bien diferentes-, con la perspectiva de construir un futuro mejor. Partir de esa lectura y tener esas pretensiones, para algunos, es una herejía, una traición a vaya a saber uno qué ideales. Pero a Gabriel Boric parece no importarle. Y aclaro una cosa: esto que viene a continuación no es un insoportable estado del arte de las izquierdas occidentales ni mucho menos. Antes que hacer eso, preferiría dormir una siesta en la frontera ruso-ucraniana, y estimo que quién lea estas líneas también. Lo interesante es, en todo caso, pensar y deducir las influencias y saberes que el nuevo presidente chileno ha asimilado o rechazado, y los dilemas a los que se enfrenta.

En primer lugar, a Boric se le presenta el dilema del pasado, un debate tan caro para la izquierda como para la humanidad toda. ¿Qué hay que hacer con los muertos y sus batallas? ¿Cómo hacer para que el Ángel de la Historia se detenga sobre ellos, arrastrado por los huracanados vientos del futuro? ¿Todo el pasado es la historia de los vencedores? ¿Nada queda ya en el escenario pretérito que pueda ser bueno por sí mismo? ¿Benjamin o Adorno? El pasado es un animal grotesco, y como tal, difícil de domar. Entonces llega un momento en el que el peso de la historia resulta tan abrumador que requiere ser cargado con las dos manos, no solo la más cómoda. El ayer se nos aparece más complejo y es en esa profundidad en la que un político debe bucear para responder al dilema.

La muerte de Salvador Allende comprende una brutalidad inaguantable para cualquiera. Mucho dolor soportó Chile aquel once de septiembre de 1973. Sostener su mortaja y contemplar el cadáver, sin embargo, es más fácil que enterrarlo. Una posición fácil para el nuevo gobierno podría ser el rechazo absoluto a todo lo que lo antecedió, en un intento por vengar la caída del gobierno de la Unidad Popular. Impugnar en igual forma a Piñera y a Bachelet, a Alwyn y a Ricardo Lagos. Una enmienda a la totalidad que impediría asumir la realidad del país austral, su proceso político particular, y las correlaciones de fuerza subsecuentes. Algo así como hacer de Allende una excusa para no abrir las alamedas, y sentarse a criticar que están cerradas. Algo de esa actitud está presente en Pablo Iglesias, el fundador y ex líder de Podemos en España que, luego de una retirada honrosa de la política, decidió dedicar sus días a quejarse de que los medios, la justicia y la política en su país son una mierda (y sí, capo) y culparlos por su fracaso. Un hombre que, frente a una respetable frustración, eligió tener razón por sobre ganar. Una búsqueda por la verdad más que por transformar la sociedad.

Boric, sin embargo, parece elegir otro camino, el de articular la historia a su favor, sin ahogarse con ella. Escoge, en sus batallas, con qué aspecto del pasado quedarse y cuál rechazar. Se inclina ante el busto de Allende y canta Inti-Illimani, para luego afirmar que es importante preservar la estabilidad financiera del país y el legado de los presidentes de la Concertación. Apoya el fin de la Constitución pinochetista, de las Administradoras de fondos de pensión y brega por cambiar la raíz del modelo heredado, pero asume como propias muchas de sus tradiciones. Boric no se enreda en contradicciones donde no las hay. Asume buena parte de ese pasado porque, en última instancia, hay algo de verdad ahí. Chile y los chilenos también son eso, y aceptarlo permite cambiar lo que haya que cambiar. Esta búsqueda de la verdad es diferente a la de Iglesias, porque es una verdad transformadora. Y la historia la hacen los pueblos, no los iluminados.

El otro dilema que se le presenta a Boric es el del presente. ¿Cómo trabajar con la materia prima que nos dan los acontecimientos de un mundo y, recientemente, un país tan convulsionados? En varias oportunidades el magallánico ha afirmado estar a hombros de gigantes. Y tiene razón: sobre él están depositadas una multiplicidad de esperanzas que abrumarían al más experimentado de los estadistas. A sus 36 años, Boric tiene en sus manos los sueños y expectativas de feministas, ecologistas, comunistas, socialistas, socioliberales, democristianos, izquierdistas en búsqueda de un referente potable, republicanos, independientes, tiktokers, fans de Taylor Swift, pueblos originarios, movimientos antirracistas, hinchas de fútbol de la Católica, animalistas, académicos, mandatarios progresistas de la región, gobernadores regionales, alcaldes municipalistas, médicos, pacientes, docentes, artistas, estudiantes universitarios, niños y niñas, diversidades sexuales, y un largo etcétera.

Frente a escenarios tan complejos, donde se acumulan toda una serie de demandas democráticas sobre figuras políticas emergentes, es muy fácil hacer las cosas mal, dejarse desbordar y quedar mal con todos. Le sucede al presidente de Perú, Pedro Castillo, que, al no entender ni la mitad de las voluntades que lo entronizaron como primer mandatario, mantiene una política errática que confunde en el mismo gobierno -cuando no renuncian sus ministros, a razón de uno por semana- a feministas con ultraconservadores y a neoliberales con leninistas. También, de forma mucho más moderada, le sucede a Alberto Fernández que, preocupado por hacer lo correcto y contentar a todos, sucumbe a menudo en una marea de sensibilidades que le marcan los errores, a veces, con mucha crueldad.

Boric parece sortear con bastante atino esos desafíos del presente. En la presentación de su gabinete, supo escenificar -sin ofender a nadie- una presentación con mayoría de mujeres ministras, al mismo tiempo que quebraba a la ex Concertación gracias a la incorporación de algunos de sus partidos. Lograba contentar al Partido Comunista y a conservadores que, a pesar de las diferencias, hablaban de un gobierno consistente.

Daría la impresión de que Boric comprende bien lo que buscan los chilenos cuando piden un “cambio”. No es avanzar hacia posiciones importadas de otros países ni mucho menos. Se trata de encontrar respuestas chilenas a los problemas de los chilenos. Mientras que Daniel Jadue creyó que lo que había que hacer era izquierdizar a Chile, Boric entendió que de lo que se trataba era de chilenizar a la izquierda. Y ganó. Sacándose el lastre de los autoritarismos de Maduro y Ortega, pudo disminuir el miedo que algunos tenían sobre él y sus compañeros de ruta. Boric sabe que para parte de los chilenos es un candidato soñado, increíble. Pero también sabe que para buena parte de su país no lo es, y sin esa gente no se puede ganar ni gobernar nada.

El dilema final, el del futuro, es la dialéctica entre el pasado y el presente, entre el peso de los muertos y los flechazos de los vivos: de ahí nace el futuro. Cuando Boric habla de estar subido a hombros de gigantes, no se refiere solo a esas importantísimas movilizaciones que precedieron su victoria, sino también al país que hicieron sus padres y abuelos. Si una casa se construye con barro y mierda, el talentoso orfebre que diseñó el Chile neoliberal logró crear un nuevo material que impide separar estos componentes. El desafío de Boric y de la Convención Constituyente será convertirlo en el abono del país que viene.

Para construir futuro, Boric deberá mirar a las montañas desde la copa del árbol de Punta Arenas, donde jugaba cuando era pequeño. Un árbol que no tapa a la cordillera, no la juzga, sino que la observa en su imponente totalidad. Un árbol para cada cumbre, que sembrará el camino a las alturas del Chile que se viene.

 Seguimos.


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